miércoles, 25 de marzo de 2020

Fiesta en el prado


     El pulpo con patatas estaba delicioso, los culines de sidra se sucedían de una manera vertiginosa, por lo que las botellas se acumulaban encima de la mesa. Estábamos en una fiesta de prado. Un camión escenario iniciaba su proceso de transformación, en menos de una hora, de sus entrañas nacería un completo escenario donde el dúo "Luna Blanca" actuaría para el deleite del personal. Pero eso no lo verían mis acompañantes, cansados de hacer turismo durante todo el día y ya hastiados de beber y comer optaban por marcharse a la casa rural. Yo quise quedarme un rato más, necesitaba seguir disfrutando de la fiesta y no podía terminar el día sin un merecido ron con cola.
     En la larguísima barra tropecé con mi vecino de alojamiento, un tipo de edad mediana y con cara de pocos amigos. Me saludó de manera forzada y después de recoger su bebida se marchó con su familia que ocupaba una mesa en una esquina de la carpa. Su pareja era una mujer de piel morena, no pasaría de los treinta y cinco años, no era una belleza aunque, tal vez influenciado por la cantidad de alcohol ingerido, me pareció terriblemente atractiva.
      Volví a mi sitio sin dejar de pegar rápidos vistazos hacia esa manzana prohibida. Poco duró mi deleite visual, en apenas cinco minutos se levantaron y me quedé sin punto de interés donde dejar escapar mi imaginación en esos momentos tan placenteros.
     Inicié el retorno, ya no tenía ganas de más jolgorio.  La zona de casas rurales adosadas se hallaba a unos 500m. atravesando varios prados, por los caminos se alargaba y era peligroso por los escasos y veloces vehículos que circulaban. El trayecto no era largo, aunque poco iluminado y dado mi estado debía de andar con cuidado. Mi mente seguía empecinada en la mujer morena y la cara de animal de su pareja, había algo que no cuadraba, andaba con esos pensamientos cuando oí unos gemidos. Me quedé quieto, no sabía si procedían de la fauna local o de otra cosa. Detrás de una meda la encontré, escondida tras ese cono de hierba estaba ella, llorando de manera discreta e intentando hacer el mínimo ruido posible. Al verme se asustó, sin acercarme más le hablé de forma pausada y calmada. Me identifiqué como su vecino temporal y se tranquilizó. Poco a poco me fui ganando su confianza y ella dejo escapar de su corazón todo el mal que le afligía: un matrimonio fracasado, marido celoso, putero y violento, una prometedora carrera que dejó escapar cuando tuvo su primer hijo, en definitiva una vida llena de infelicidad. Se encontraba ahí porque él la había pillado mirándome en la fiesta y a la vuelta,  amparándose en la falta de luz le sacudió un fuerte puñetazo en el costado dejándola sin respiración. Tuvo que sentarse y él siguió con los niños a su destino sin mirar detrás. Ella se había arrastrado  hasta ese lugar para estar sola, apartada y que nadie la viera. Estuvimos un rato más hablando antes de irnos a dormir, a pesar de las circunstancias yo me encontraba muy a gusto y a ella le sirvió para aclarar ideas y tomar decisiones de futuro.
     Al nacer el día yo ya estaba apoyado contra el tronco de un árbol, junto al camino que iniciaba su descenso a la zona de aparcamiento. Después de muchos minutos de espera mis vecinos salieron con las maletas camino del coche, esto marcaba el fin de sus vacaciones. Él delante, con una maleta en cada mano y ella a unos pasos de distancia con varias bolsas, no me podían ver, el árbol se encontraba un poco apartado al finalizar la última casa. Cuando el primero llegó a mi altura, salí de improviso y de manera sutil mi pie derecho empujó el suyo izquierdo obligándole a trastabillar, la gravedad hizo el resto. Cayó y cayó rodando hasta estamparse contra el primer coche estacionado, un golpe fuerte agravado por la cantidad de piedras, que unos supuestos niños se habían dejado olvidadas a lo largo de la rampa, y  con las que se fue golpeando en la caída. Con suerte le esperaban unos cuantos días de hospital  y ella sería libre para dar los primeros pasos que la guiarían a una nueva vida.

viernes, 10 de agosto de 2018

¡ SORPRESA !


      Me quedé parado en el quicio de la puerta, invadido por múltiples sensaciones al encontrarme los objetos que ella me había dejado sobre el lavamanos. Eran cuatro; cuatro elementos usuales en la vida cotidiana de cualquier persona, pero que en ese momento y esas circunstancias tenía un importante significado para mi vida. Al verlos y tras unos segundos paralizado, tuve que sentarme en el único sitio posible; encima del inodoro, más concretamente sobre la tapa. Con las manos cubriéndome la cara y a la vez utilizándolas de apoyo para mi cabeza, que abrumada por un torbellino de sentimientos encontrados era incapaz de aguantarse sola. Deje vagar mis pensamientos con todo lo que me había sucedido en el último año: mi divorcio, adaptarme a mi nueva vida, los días, las tardes y las noches de soledad, el conocer nuevas amistades, noches efímeras en viviendas desconocidas u hoteles sacados de una app. Ahora todo cambiaba radicalmente, se me abría una nueva puerta que me ofrecía refugio, confianza, estabilidad, compañía y noches de complicidad. No había sido consciente de nada de lo que me estaba sucediendo siendo que me andaba aplicando mi dogma de: “vivir lo mejor posible dejando pasar los días a la espera de acontecimientos”. Por lo que la bofetada de realidad recibida, al contemplar esas armas de destrucción de vida sin rumbo fijo, me habían dejado medio catatónico, a la espera de una respuesta que me hiciera reaccionar.

     Ahí estaban: una toalla de baño, una toalla de manos, una esponja sin estrenar y un cepillo de dientes nuevo. Ni los cuatro mosqueteros en sus grandes aventuras me habían dejado tan impresionado. El aceptar el uso de alguno de ellos conllevaba implícitamente la firma de un contrato no escrito en mi relación interpersonal con la propietaria de la casa. Esta era la ocasión donde me podía cuestionar no haber pasado por mi piso para coger la mochila con mis efectos personales.

    Ya era tarde para pensar en otras cosas, tenía que enfrentarme a la situación y afrontarla con naturalidad. Me levanté, salí del lavabo y regresé a la cocina. Con un tono inocente, pero que yo creí entender cargado de intencionalidad, ella me dejó caer: —¿has visto lo que te he dejado en el baño? — La miré, puse mi mejor sonrisa y haciéndome el despistado le respondí: —¡Ah! ¿eso que estaba en el lavamanos? Sí, lo he dejado encima del armario.  No sabía que era para mí—. Me di la vuelta, me hice con una cerveza de la nevera y me fui a sentarme al salón.

domingo, 11 de diciembre de 2016

La vuelta a casa

     Era un  placer caminar por las calles libres de coches y de cientos  de peatones estresados,  envuelto en el silencio que la noche me ofrecía. Había decidido volver andando a casa después de celebrar la cena de empresa con los compañeros y las compañeras.  Los motivos no tenían nada que ver con ser más o menos deportista, sino más bien por la falta de taxis a esas horas  y por la casi borrachera que llevaba. El aíre frío y la caminata me ayudarían a bajar el alcohol y a despejar la mente.
     La celebración resultó mejor de lo que yo me había esperado. Apenas llevaba trabajando con ellos dos meses, incluso me había comprado ropa nueva para la ocasión. Tenía que adaptar mi forma de vestir al nuevo entorno y a mis nuevos amigos. La acogida, la cena, las múltiples copas, el dar lo máximo  bailando... Todo había sido muy grato, incluso en algún momento hubiese jurado que podría haberme liado con una de mis compañeras de trabajo, menos mal que el miedo a meter la pata fue más fuerte que la efímera libertad y poderío que artificialmente me otorgaba el agradable elixir del dios Baco.
     Estaba acostumbrado a trasladarme por la ciudad a pie, me encantaba levantar la vista y admirar los edificios que me rodeaban, sobre todo dejaba que mi imaginación se inventara múltiples historias cuando veía alguna ventana iluminada con alguna sombra moviéndose detrás de ella: ¿se levantará ahora? ¿se estará preparando para acostarse? ¿será feliz? ¿qué hará a estas horas despierto o despierta? De vez en cuando me cruzaba con algún que otro transeúnte solitario, la mayoría con pinta de ir peor que yo, incluso a alguno le costaba caminar en línea recta o hablaba solo. A veces me cambiaba de acera si me iba a cruzar con alguna mujer, no quería que se sintiera intimidada por mi presencia en la negra y tranquila noche. Aunque con mi nuevo aspecto puede que incluso se sintiera reconfortada y agradecida de ir acompañada.      
     Ya faltaba poco para llegar a mi barrio, unos minutos más y entraría triunfal a casa; donde mi madre, contenta del nuevo cambio en mi vida,  seguro que me esperaba despierta sentada en su sillón, con la mirada seria y el alma alegre de ver a su hijo llegar bien a esas horas. Decidí dar un rodeo, era mejor evitarme una regañina asegurándome que los efectos de la bebida se habían disipado un poco más. Enfilé la antigua carretera, llegaría a las afueras y volvería sobre mis pasos. Unos treinta minutos más de ejercicio me ayudarían a encontrarme mejor. De forma decidida aligeré el paso.
     Iba tan sumido en mis pensamientos que no los vi aparecer. Eran dos, uno delante y otro a mi espalda.  El que tenía enfrente no se lo pensó dos veces, sin avisar y al grito de: —¡Dame la chaqueta y todo el dinero que lleves!— estampó su puño en mi cara con tal fuerza que me tiró al suelo, del golpe quedé completamente aturdido. Mientras el segundo permanecía callado vigilando,  el energúmeno no dejaba de darme patadas y de increparme. Del atolondramiento pasé a sufrir la situación, del dolor  transité  a  una rabia irracional. Disparé mi pie  a la rodilla de la pierna con la que se apoyaba mientras me pegaba con la otra, el aullido que soltó se sincronizó con el siniestro crujido  que daba cuenta de la efectividad del impacto, de inmediato se derrumbó cual castillo de naipes.  Aproveché para levantarme y dejándome llevar me lié a golpes con su cara. Olvidé  completamente a quien permanecía en la sombra, éste silencioso y veloz me atacó por detrás, apenas sentí un ardor en el costado. Al momento las fuerzas me abandonaron, me costaba respirar y me asusté, quise correr y las piernas no me respondían, una  luz blanca estalló en mi cerebro seguida de la más absoluta oscuridad.
     Cuando ya comenzaba a amanecer Vicente llegaba al portal de su finca, estaba cabreado,   había tenido que dejar a su amigo con un colega para que lo llevara al hospital, a Domingo le dolía horriblemente la pierna, lo más seguro es que tuviese la rodilla rota. El capullo al que habían querido atracar  se resistió, normalmente tras una buena paliza se dejaban robar sumisamente, nunca respondían, luego les quitaban todo lo que les pudiese ser útil y valiese algo de pasta. Él no, tuvo que hacerse el valiente, ni siquiera le había visto la cara, mejor así, sería más fácil dormir. La luz del piso estaba encendida, se oía mucho movimiento y gritos de desesperación, se asustó; ¿alguien le habría denunciado a la policía? era imposible, no había testigos y en ese trozo de calle apenas existía visibilidad desde las fincas. Entró. Al oír la puerta salieron como una tromba hacia él su madre y su tía, que vivía en el piso de arriba, le abrazaron y mientras lloraban a lágrima viva no paraban de decir: —¡Nos lo han matado! ¡Nos lo han matado! ¡A tu primo lo han dejado tirado en la calle como a un perro después de apuñalarlo cobardemente por la espalda!—
     

domingo, 27 de noviembre de 2016

Domingo otoñal

     La penumbra me acompañaba mientras permanecía acostado en mi cama con los ojos cerrados. Una melodía formada por el sonido de miles de gotas que golpeaban incansablemente las hojas de los árboles, la barandilla metálica y el cemento del balcón, entraba suavemente por la puerta cerrada que daba al exterior. El delicioso silencio de la habitación,  apenas perturbado por la lluvia, me envolvía en una paz que entre semana era imposible de hallar.
     Envuelto semidesnudo en una sábana suave de raso, me dejé llevar por la suave caricia de la seda,  disfrutando del roce, dejando que cada poro de mi piel sintiera libremente ese contacto.
     El momento que se había creado de forma fortuita; ligera música natural exterior y la paz interior,  me habían elevado a un estado de trance tal, que apenas pude distinguir  como algo ajeno, al entorno creado, irrumpía entre los dedos de mi pie derecho.  Al principio de modo muy sutil y lento recorría mi cuerpo, después, de manera más atrevida y con mayor acercamiento, abandonó esa parte subiendo por el tobillo camino de mi rodilla. Se recreaba antes de seguir avanzando y junto al movimiento se empezaba a percibir una respiración cada vez más agitada. Una ligera excitación rompía la tranquilidad pasada en cuanto la articulación fue dejada atrás y el muslo pasó a ser el principal acogedor de la incursión que estaba sufriendo. Cambié mi posición para que el pantalón corto del pijama no fuese un obstáculo a esa cálida mano, la maniobra fue un éxito,  sin problemas traspasó el umbral llegando a la parte más delicada que ya de manera impaciente la esperaba totalmente alegre.
            —Noto que ya te has despertado completamente— me susurró al oído.
            —Sí, ya me tienes dispuesto para complacerte en lo que quieras— le contesté con voz suave y entrecortada.
          —Pues... necesito que me lleves a la estación, está lloviendo y no quiero ir andando, así que pégate una ducha y vístete.—
            —¿Ya?—
         —Apenas nos queda tiempo, si no nos damos prisa... perderé el tren— respondió de forma dulce y seductora. 
            —¡Tenemos tiempo suficiente!—le dije mientras le sonreía y la atraía hacia mí.
            
            

sábado, 6 de febrero de 2016

Cita a ciegas

     El local estaba de moda y no era posible cenar allí sin reserva previa. El éxito era notable, sobre todo por la falta de espacio entre comensales. Los camareros y camareras,  vestidos de riguroso negro,  destacaban por el trato excesivamente amable, sus peinados a la moda y sus decoraciones faciales; piercing, tattoos y barbas pobladas en los hombres. Allí estábamos los cuatro en uno de los lugares más oscuros, a la luz de, ¿una romántica vela?,  embutidos en las sillas y rodeados de gente desconocida a las que apenas veíamos,  aunque las podíamos oír.
     Una traicionera llamada telefónica a las ocho de la mañana de un sábado,  después de un viernes noche de movido concierto de punk-rock, me transmitía noticias de un antiguo amigo del cual no sabía nada desde tiempos inmemorables. La propuesta era sencilla y en parte atractiva; una cena ese mismo día con su nueva novia y una amiga de esta, en un restaurante moderno situado en una de las zonas de más marcha de Valencia. Acepté, no tenía nada mejor que hacer.
    Llegué tarde, ellos ya se encontraban dentro disfrutando de una cerveza. Un curioso camarero que controlaba la entrada  me acompañó entre pasillos estrechos y algún escondido escalón.  Disculpas por el retraso, un efusivo abrazo y una rápida presentación fue el preludio de la velada.
  Juan no paraba de hablar, mucho era el tiempo que no nos veíamos y  demasiadas las cosas que contar. La cerveza fue sustituida por un vino de la tierra en cuanto comenzaron a llegar los platos tan  bien decorados,  aunque escasos de contenido. En nuestra tercera botella; mientras escuchábamos las batallitas y a pesar de la cantidad de gente, la percepción de intimidad era mayor. Mi atención se desviaba hacia su novia y la amiga, primero a la cara y luego, sin querer o poder evitarlo,  al bonito escote que llevaban ambas. Me alegré mucho cuando decidieron ir al baño, por fin las podía observar de cuerpo entero. La visión que me brindaron era gratificante, no tenían un cuerpo escultural, tampoco lo necesitaban,  sus  faldas dejaban ver unas preciosas piernas y en conjunto la armonía de sus líneas me parecieron muy atractivas.
         La cuarta botella dio salida a los instintos. Una mano juguetona, como sin quererlo al principio y de forma decidida después, se puso a recorrer mi pierna. Miré a la amiga y vi que disimulaba muy bien, no sé le notaba que me estaba tocando por debajo de la mesa. Al poco tiempo no pude aguantar,  necesitaba devolverle lo que me estaba dando. Ella sabía muy bien donde acariciar, su tacto era muy  placentero y se movía  de forma  experta. Dejé escabullir mi diestra en la zona oculta, la mandé directa y de forma suave a su muslo. Ella pegó un imperceptible bote, me miró, me sonrió, su cabeza se agachó un poco y se dejó hacer.   Entre el vino y otros menesteres el calor invadía nuestros cuerpos e imagino que los coloretes inundaban nuestros rostros. De forma súbita y un poco brusca aparté la garra que me estaba consumiendo de gusto. No quería decorar el suelo o la ropa de mis compañeros, así que interrumpí su acción. Dirigí mis ojos hacia ella y vi que seguía concentrada en un punto de la mesa y permanecía abstraída en sí misma.  Al empezar a acariciarla me había parecido un poco reticente, en estos momentos se encontraba completamente entregada a la atención que le estaba prestando.  Juan continuaba hablándole a su novia, era incansable,  mientras ella le miraba como ausente y mantenía una sonrisa picarona en su rostro ¿Se habría dado cuenta de lo que sucedía bajo el mantel?
Terminada la cena nos fuimos a un bar de copas, el lugar no estaba excesivamente lleno y conseguimos un pequeño recoveco donde estar a gusto, poder charlar, beber y bailar.  La amiga no se había separado de mi desde la salida del restaurante. Juan me miraba sin entender que estaba pasando,  ya que entre ella y yo apenas habíamos cruzado palabras. Él la veía como me cogía y de vez en cuando me besaba. Creo que estaba asombrado y a la vez alegre, la  cita a ciegas parecía que había funcionado.
     Les propuse ir a la barra a por otra ronda de lo mismo, gustosamente aceptaron la invitación y la novia de mi amigo se ofreció para ayudarme con los vasos.  Esperando a que nos atendieran y sin dejar de sonreír me preguntó: ­­­– ¿Te ha gustado?–
– ¿El qué?, ¿tú amiga, el restaurante, la velada? En general todo ha estado muy bien, me ha encantado.– Le contesté.
Con esos bonitos ojos tan resplandecientes y esa sonrisa traviesa que le había visto lucir en el restaurante me sentenció:
– Me hubiese gustado rematar la faena, pero no me has dejado. Ya tendremos ocasión de seguir en otro momento. Estás muy bueno y esto no se va a quedar así–